jueves, 12 de noviembre de 2009

Ibis

Es tan corto el amor y tan largo el olvido
Pablo neruda





Entraba la noche cuando Ana comenzó a relatar una vieja historia, cerró los ojos y se concentró en lo profundo de su ser. Yo solo pude escucharla, cuidando de no interrumpirla ni con el sonido de mi respiración...

Aquel día amaneció hermoso. Era una mañana fresca el mar se mecía arrullando al viento. La isla mostraba esplendor en sus colores, en su vida misma.

Mi hija y yo salimos a recoger la red. Debíamos caminar por toda la bahía para llegar al atolón donde solíamos atarla.

Ulme, mi marido, había salido de pesca al mar y no llegaría sino hasta la siguiente luna menguante, así que salimos solas a levantar la red. El sol tostaba nuestra piel oliva. La arena se hundía bajo nuestro peso y se apretaba entre los dedos de los pies. En el cielo, las gaviotas surcaban el aire cálido de la mañana. ¡Son recuerdos que nunca se olvidan!

Sólo sacamos una canasta pequeña de sardinas, dos o tres arenques y era suficiente para el día. La isla estaba particularmente desolada puesto que la gente vivía muy dispersa. Recuerdo no haber hablado con nadie aquélla mañana

Ibis era mi única compañía. Mojamos en el agua del pozo dos cordones gruesos de algodón, que luego ceñimos a nuestras cabezas, refrescando la frente. También bebimos un poco de agua y emprendimos el regreso. Era media mañana cuando caminamos rumbo a la casa. Fue lo mismo que otros días: cantamos a las fuerzas del mar. Las sirenas que lo habitan debían oírnos para que así se familiarizaran y no hundieran alguna de nuestras lanchas. Los Dioses mismos, si estaban de buen humor, quizás nos mandaran alguna dádiva o bendijeran la pesca de Ulme. Uno nunca sabe cuando está siendo escuchado por ellos.




Ibis arrojaba conchitas al mar. Su pelo era muy brillante y pesado. Así y todo lo movía el viento: el aliento del Creador. A ella no le gustaba caminar tomada de la mano, prefería correr por delante para después regresar trotando. Era más bien baja de estatura, porque al tener los cuatro años apenas me llegaba a la cintura. Era fuerte y nadaba muy velozmente. En una ocasión, ella corrió por delante y me gritó algo que no entendí –juegos que inventa– pensé, y dio la vuelta tras unas grandes rocas; era normal que lo hiciera. Vi en el horizonte un barco como el que usan los hombres de Ulme. Pensé que serian ellos que regresaban antes de lo previsto así que solté la canasta de sardinas y fijé la mirada buscando reconocerlos. Esperé un rato pero el barco no se dirigía hacia nuestra isla y paso de largo por el horizonte. Fue entonces cuando oí la voz de Ibis gritando mi nombre desesperada. Corrí tras las piedras y la vi pelear con un hombre que la subía a una lancha. Corrí gritando pero era mucha la distancia... y la lancha ya flotaba. Grité aún más fuerte y el llanto me enceguecía. Nunca los alcancé. Me quede allí hincada, llorando entre mis piernas. Moje la túnica blanca con lágrimas y el mar se mezcló con ellas perdiéndose en la estela de la lancha que segó mi vida.

A la mañana siguiente clamé a los Dioses que me fuera devuelta mi pequeña. Quizás ellos me la habían quitado porque Ulme los había ofendido y yo, en cambio, ofrecí mi vida por el perdón de ambos, ofrecí los mejores inciensos, toda la comida de una luna a la otra, ofrecí lo que jamás había tenido y que hubiera conseguido para que ellos me escucharan.

Vertí mi sangre al mar… quizá algún delfín intercediera por mí.

Nada pasó. El tiempo rodó dejando basura y polvo en lo que fue una casa soleada y ordenada. Ulme regresó con buena pesca y la devolvió al mar cuando se entero de lo sucedido. Quemó su barco y entregó sus redes al océano. Llorábamos por las noches y despertábamos con una esperanza cada vez más debilitada de recuperar a nuestra hija.

Con el tiempo, Ulme comenzó a resignarse y pedía al mar la bendición de concedernos otro hijo. Yo, por mi parte, no podía siquiera sonreír mientras tuviera el recuerdo de Ibis. No, mientras yo cantara la canción a la niña sirena y ella me contestara la estrofa con su vocecita bien entonada, con la seriedad de quien le habla a lo desconocido, con el respeto de quien quizá está siendo escuchado por los Dioses. La vida era ya muy pesada para mi. Era una difícil brecha para estar descalza, era como nadar entre medusas y erizos... su peso era cada vez más sofocante.

Una mañana, después de cuatro lunas de haber perdido a Ibis, el cielo amaneció rojo, el mar parecía una olla en ebullición. ¡Era muy extraño todo! Recuerdo a los delfines nadando a toda velocidad hacia el sur, no lo hacían sino para parir a sus crías y aún faltaba otras dos lunas para ello.

De pronto, la isla se estremeció, pareció moverse dentro del mar a toda velocidad como cuando a una lancha la empuja un tritón. El cielo se ennegreció en un instante y un sonido como un rayo eterno lo llenó todo. Comenzó a caer fuego del cielo, era el volcán que estaba enfrente de la isla, que se desmoronaba en el aire. Temí que la isla se partiera en dos y toda la tierra de más allá; sabía que era el fin.

Ulme volteo a verme para despedirse con una breve mirada porque comprendió que ya no había tiempo para más. Yo simplemente me entregue a mi destino, me entregue sabiendo que era mejor la muerte que la vida que no habíamos podido enderezar.

Así murió Ulme y así morí yo, sin saber nunca más de Ibis.


El silencio era palpable, la magia del momento pendía del tiempo envolviéndonos, invitándonos a continuar en otro momento, por lo que me despedí de mi amiga Ana y salí al fresco de la noche en donde se diluyen y mezclan los sentimientos de tanta gente. Me prometí conocer más de aquella vida que el tiempo no borró.



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