jueves, 19 de noviembre de 2009

El gigante de Moroleón

– ¿Y cómo fue que perdiste la pierna abuelito? –le pregunté con curiosidad.

– De un tiro... fue un accidente, hace mucho tiempo... fue antes de conocer a tu abuela, en Toluca... en... 1905, creo, o quizás en 1906... No me acuerdo bien. –Me confesó una tarde mi Abuelo mientras bebía su quinta copa de tequila.

– Cuéntame abuelo, por favor cuéntame, –insistí con creciente curiosidad.

– Mira hijo... fue cuando yo era casi un niño, tendría unos 15 años. Un día de ésos que el sol calienta a las piedras hasta hacerlas crujir. Ese día llegó a Toluca la feria de los “Hermanos Juárez”; yo ya los había visto un año antes en Pátzcuaro, tenían todo tipo de atracciones. Ahí en la feria trabajaba un enano. –Mi Abuelo veía al infinito haciendo memoria. – Ese enano fue el primer hombre que yo me cargué. ¿Sabes? Antes no era como ahora... a veces te veías en la necesidad de sacar tu arma y defender tu vida... o defender tu honor. Y con Crispino fue que yo desenfundé la primera vez para defender mi vida y mi integridad. Fue muy duro para mi, pero ni modo, así es la vida... si no, tu no estarías aquí.

Mi abuelo me contaba en su casona en Coyoacán, mientras se hacía un taco de carnitas y salsa... paseaba su mente de una cosa a otra y poco a poco me fue relatando lo que pasó aquel día.

– Crispino era el hombre de la mujer fuerte de la feria, a ella le decían Rosa porque su piel siempre era rosa y tenía un par de trenzas gruesas como mi brazo, de color amarillo, casi blanco. Nunca supe cómo se llamaba, pero le decían Rosa, era la encargada de la carpintería de la Feria y era quien hacía muchas de las vitrinas y de los juegos que acarreaban por todo México. Contaban que ella hizo que la Feria adoptara a Crispino en uno de los viajes y quedó enamorada de él desde el mismo momento que lo vio. Crispino era pastor de ovejas... de ovejas que no eran suyas, era solo el encargado de llevarlas a pastar o a buscar alguna hierva que comer y, según dicen, los borregos estaban mejor alimentados que el mismísimo Crispino. Tenía diente grandes como de mula pero chuecos, era como si Dios le hubiera aventado un puñado de maíces pozoleros y los hubiera querido cachar con la boca... ahí se le quedaron torcidos, chuecos, quizás hasta tenía dientes de más. ¿Quién sabe por qué Dios fue tan duro con él desde antes de nacer? Además. vestía harapos y se adivinaba que no se había bañado nunca en su vida por el olor que despedía, pero tenía una mirada llena de ternura y, según Rosa, de sabiduría... ja, ja, ja, esa Rosa lo veía con amor... pobrecita Rosa. Cuentan que cuando se unió Crispino a la Feria, tenían el juego ése que le das un golpe con un mazo a una palanca y entonces sube una bola de metal por un riel y hace sonar una campana. No tenía ninguna complicación y no recaudaban nada de dinero.

Mientras me contaba, se quedaba mi abuelo con un taco a medio comer y lo movía de aquí para allá.

–Hasta que la inteligencia aguda de Rosa ideó las cosas de tal forma que su pequeño hombre sería la nueva atracción; –Mordió su taco y continuó. –Todo un día y una noche oyeron que Rosa serruchaba, medía, clavaba y pintaba algo alrededor del riel del juego, le colocó banderas de colores y hasta un cartel que retaba a la gente a lograr hacer subir el balín hasta hacer sonar la campana. Se dice que Rosa lo ideó todo para que su pequeño amado tuviera una actividad digna dentro de la Feria. Pasaron años antes de que yo los viera en Pátzcuaro. –Se sirvió otro tequila y haciendo memoria continuó. –Llegaba yo de haber entregado una carga de costales de harina y ya de regreso, rumbo a la posada, de noche me atrajo el barullo de la gente en la dichosa feria; había muchas personas frente a la atracción del “Gigante de Moroleón”. Rosa retaba a todos los hombres fuertes a que hicieran sonar la campana y su esposo los miraba detrás del dibujo de un hombre fuerte y musculoso, solo asomaba la cara por un agujero mientras ponía cara de pocos amigos y mostraba los dientes sucios. Hasta ése momento yo no sabía que era tan bajo de estatura. Mejor dicho, nadie de los que estábamos ahí sabíamos que era de tan poca monta. ¡Ese maldito loco! –comentó con coraje escondido en un rincón de su memoria. –Rosa gritaba: “Pasen hombres fuertes, solo los que tengan bien fajados los pantalones para hacer sonar la campana con solo un golpe en la palanca. Yo apuesto dos pesos a que no hay aquí alguien tan fuerte, alguien lo suficientemente hombre para lograrlo. Solo mi esposo, el Gran Crispino, lo puede lograr”

– ¿Dos pesos abuelo? –le pregunté casi riéndome, ¿apostaban sólo dos pesos?

– Eran pesos de plata pura los que se usaban antes, hijo, y yo tenía en mi bolsillo veinte pesos de plata que me habían pagado por la carreta de harina, así que me acerqué a Rosa y le acepté el reto. La multitud me aclamó y me animó a hacer sonar la campana de un buen golpe. Cuando brinqué el cordel que rodeaba al aparato, rosa me entregó un marro de madera, era ancho y pesaría unos cinco o seis kilos. El mango era extrañamente corto, pero pesaba lo suficiente para poder hacer llegar el balín hasta las nubes. Entregué mis dos monedas a uno de los hijos de Rosa. Era un muchacho como de 1.80 de estatura y bastante bien parecido. Cuando la multitud guardó silencio, Rosa me explicó que debía golpear fuertemente a un soporte, y me devolvería mis monedas junto con otras dos si acaso sonaba la campana superior. Era cosa de niños, pensaba ingenuamente. A una señal de Rosa, levanté el martillo, pero golpeó con algo encima de mí. Había un travesaño justo encima de mi cabeza. Busqué otro ángulo pero había otro travesaño que me impedía levantar más arriba que mi propia nariz el mazo ése, así que de esa altura descargué mi mejor golpe y el balín apenas se levantó unos centímetros. La gente se reía a más no poder y yo me sentía un estúpido por no haberlo logrado. Después de mi intento, Rosa nos retó nuevamente a todos y pagaría ahora cuatro pesos de plata por quien apostara sus dos monedas, y ocurrió exactamente lo mismo con otro y otro y otro hombre y cuando ya no hubo nadie que aceptara apostar unas monedas, le comenzaron a gritar a Rosa que querían ver a su esposo dar el majestuoso golpe. Crispino, el “Gigante de Moroleón”, solo nos observaba con cara de disgusto con una barba hirsuta y los bigotes enrollados de las puntas. La gente lo animaba: “A ver, queremos ver al Gigante de Moroleón y si no lo logra nos quedamos con tus monedas, queremos ver si es tan juerte...” Entonces, otro de los hijos de Rosa tomó un tambor y haciendo sonar un redoble creó una atmósfera de expectación, nos hizo sentir que veríamos a Hércules venciendo al León, como estaba dibujado en uno de los carteles. Cuando, de pronto, Crispino nos grita a todos: “Está bien, ahora verán cómo de un solo golpe hago sonar la campana de la forma más sencilla,” gritaba Crispino mientras se le escapaban hilos de saliva. Su voz sonaba un poco extraña... sacó la cara del hoyo por el que nos veía y salió de atrás del cartel, bajando de un banco el hombre más pequeño que había visto: con un taparrabos de piel de borrego pero con unos brazos fuertes aunque cortos, sonriendo al tiempo que mostraba los dientes que debían ser los de un perro de pelea. ¡Estábamos sorprendidos! Crispino levantó sin gran esfuerzo el marro haciéndolo pasar por sobre su cabeza y de un fuerte golpe lo bajó directo a la palanca haciendo un arco perfecto, casi rozando al travesaño superior y al instante se oyó por fin sonar la campana. La gente se reía y aplaudía al pequeño hombre fuerte... yo me sentía engañado y timado pero en buena lid... no había rencor, pero si me quedó en la boca el gusto de haber sido burlado... como un estúpido.

– ¿Y tu pierna abuelo, que te pasó?­, le pregunté nuevamente.

– Espera, ahora voy a eso. Pasó más de un año desde que había ido a la Feria en Pátzcuaro cuando, estando una mañana en Toluca, entregando ahora una recua de puercos me volví a encontrar la feria. La voz de Rosa me hizo recordar la tunda de varazos que recibí por haber perdido las dos monedas de Plata. Entonces se me ocurrió cómo ganarles yo todas las monedas de plata que pudieran reunir, no podía fallar. Como aquel otro día, llegó un ingenuo que perdió sus monedas, después otro y otro hasta que fueron seis los que perdieron su apuesta. Rosa estaba comenzando a anunciar al “Gigante de Moroleón” cuando me le planté de frente y le aposté todas las monedas que había: doce en total. Yo lograría hacer sonar la campana y a cambio me entregaría todo lo reunido o yo entregaría una suma igual. Rosa volteó a ver a Crispino, se alzó de hombros y me dejó franco el paso. Nuevamente tenía yo entre mis manos el mazo aquel, tan peculiar, tan corto y tan pesado...

– Y ¿qué sucedió?, le pregunté con curiosidad.

– Les pedí a todos que se hicieran hacia atrás. “Necesito concentración,” grité. Y todo mundo dio tres pasos atrás. Recargué el mazo contra la palanca, como tomando aire, como que estuviera absorto en realizar un movimiento espectacular. Rápidamente saqué mi revolver, lo apoyé contra el mazo y disparé. Lo que siguió fue muy confuso: sonaba claramente la campana superior en medio de mi disparo... comenzaba yo a sonreír cuando vi que Crispino gritaba y gritaba con los ojos desorbitados. Había hecho pedazos el mazo que Rosa le había regalado como símbolo de una nueva vida juntos, con el amor que nunca antes había sentido. Los hijos de Rosa y Crispino estaban paralizados por la sorpresa, por el miedo de ver a su padre bufando como un loco, corriendo hacia mí. Fueron solo instantes de segundo cuando recibí un topetazo en la boca del estómago y caí sin aliento. Me cayó Crispino nuevamente encima y yo lo empuje. Entonces, lleno de rabia y coraje se me aventó encima y me mordió en la entrepierna. Me mordió con la fuerza que lo había hecho famoso, sacudiendo la cabeza, queriendo... matarme. Yo comencé a golpearlo con la culata de mi pistola, –mi abuelo simulaba los golpes ahora a un Crispino invisible, –pero no me soltaba y el dolor era muy intenso, no podía respirar, así que en un último esfuerzo apunte a su cabeza y disparé. Otra vez el sonido de mi arma llenó el espació y sentí cómo finalmente aflojaba la mordida, al tiempo que comencé a sentir en mi pierna un dolor insoportable: me había volado media pantorrilla y fluía mi sangre junto a la de Crispino. Lo siguiente que recuerdo fue que desperté en el hospital de las hermanas Marianas, estaba amarrado y me daban de beber aguardiente.

– ¿Lo mataste para que te soltara?

– Claro, si no lo hacía él me mataba a mí con su hocico: era como el de un puerco acorralado.

– ¿Y que pasó después, en el hospital?, le pregunté casi mudo de sorpresa.

–El jefe de la policía estaba ahí sentado esperando a tomar mi declaración. Habían pasado dos días desde aquella tarde y yo ya no tenía pierna. La feria se marchó, todos de luto jurando venganza. Yo me escapé una semana después a media noche por instrucciones del capitán de la guardia, hacia Guadalajara, en donde conocí a tu abuela y le inventé la historia ésa de que le quería ganar el paso al ferrocarril... ésa sí que es una historia estúpida.

Me quedé frío y sorprendido de conocer cómo mi abuelo había perdido la pierna y desde entonces compartíamos el secreto de Crispino, Rosa y la pierna de mi abuelo.

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