lunes, 30 de noviembre de 2009

UNA MALA NOCHE DON EUSTAQUIO, UNA MALA NOCHE


Caía la tarde cuando Don Eustaquio se detuvo en un pequeño merendero al lado de la carretera, él era mecánico, carpintero, albañil o lo que fuera con tal de ir sacando algo de dinero para la familia. Esa tarde por fin llegaría a casa después de una semana de trabajar en un taller mecánico en Moquémbaro, traía su sueldo en efectivo además del dinero de tres trabajos que hizo por su cuenta, así que una cena con cerveza sería muy bien aceptada por su cansado cuerpo. Tenía 58 años de rudo trabajo.

Eustaquio aún no probaba bocado y ya había bebido tres cervezas, no se dio cuenta que en una mesa más lejana había dos rufianes que lo observaban sin disimulo.

¿Ya pensó que va a comer? Le preguntó la mesera mientras retiraba la tercer botella de cerveza.
Mira reina, tráeme una milanesa con papas y unas tortillas y táreme también esa salsa borracha que hace tu madre, traigo mucha hambre, contestó Eustaquio mientras se sobaba el vientre enjuto.

Al poco tiempo, la mesera estaba llenando la mesa con un plato de carne frita con papas, chilaquiles, tortillas y salsa, además, claro de otra cerveza fría. Eustaquio comenzó a comer ávidamente mientras eructaba sin disimulo, de pronto, dejó de comer y se paró de la mesa para ir al baño seguido de aquellos dos rufianes que no perdieron la oportunidad. En el anonimato del baño, golpearon fuertemente al viejo, robaron todo lo que traía y salieron rápidamente. Cuando Eustaquio despertó ya era de noche, de la cabeza le escurría sangre seca que le pegaba el cabello, salió y el padre de la mesera lo ayudó, eran conocidos desde hacía muchos años.

Me robaron, me robaron todo lo que traía. Esos cabrones me robaron. Decía Eustaquio con rabia contenida, mientras los auxiliaba José, el dueño del restaurante, pero ya lo verán, que no me voy a quedar así, voy a hacer que se mueran esos hijos de puta.

No hables así Eustaquio vamos te llevo a tu casa y ya mañana vas a la policía… Proponía José, pero Eustaquio lo interrumpió con una risa burlona. ¿Policía? No me hagas reir, yo voy a hacerlos pagar con su pinche vida. Ya lo verás… Pero si, debo reportar mi auto.

José llevó a Eustaquio a su casa, al llegar, Sus cuatro hijos lo ayudaron y curaron, hasta recostarlo en su cama.

A la mañana siguiente Eustaquio salió a la calle y fue a la Policía a reportar el robo de su auto, un sedán de la Volk’s Wagen, en su declaración mencionó algo que a los agentes les sonó un poco extraño.

A las doce del día van a ir al doctor y a lo mejor van a ir a la policía, les pido que si se enteran, me diga donde están. Quiero recuperar mi coche y mis herramientas. Les decía Eustaquio. ¿En especial alguna que nos pueda mencionar? Interrogó uno de los agentes. Si apenas ayer compré un nuevo taladro y una cierra de disco, están aun en su caja, en el asiento de atrás.

Cuando terminó en la oficina de tránsito, se fue a casa. ¡Emilio! Grito. En unos momentos llegó corriendo el hijo mayor viva imagen de su padre, de unos 20 años.

Te voy a enseñar cómo voy a recuperar lo que me robaron esos cabrones, por si es que algún día a ti te pasa lo mismo; Tráeme la botella de Tequila y la veladora que tiene tu abuela en el mueble de su cuarto.

Cuando Emilio regresó, su padre tenía atrapada una gallina y la estaba atando de las patas, posteriormente dibujó un círculo en la tierra, encendió la veladora y la dejó en el centro, luego tomó a la gallina y sacó del bolsillo de su pantalón una navaja y la degolló sin ningún miramiento.
“La sangre marca el límite, detiene al ratero y lo vuelve al origen, los obliga a devolver lo robado”- Decía Eustaquio mientras rociaba sangre de la gallina sosteniendo el cuerpo degollado al tiempo que lo pasaba sobre el círculo, marcando ahora con sangre la línea del piso. Cuando terminó, se enderezó y vio al sol, mientras se limpiaba las manos y la cara con un pañuelo.

Emilio lo observaba sin poder creer lo que estaba viendo, mudo de sorpresa, sin querer interrumpir lo que estaba presenciando.

En la sala de la casa de Eustaquio había una imagen religiosa, enmarcada en plata ya oscura sobre una carpeta de brocado francés. Eustaquio siempre se encomendaba a San Benito, era una herencia de su abuela y testigo de una bonanza que ya no disfrutaban. San Benito ahora parecía también observar a través de la ventana en muda expectación.

Mira mi hijo, ya casi terminamos, ahora te voy a pedir una bolsa de tela negra, parece seda, es así brillante, está adentro de mis botas, nomás no lo abras. Ándale córrele. Le pidió Eustaquio a su hijo mientras éste iba ahora en búsqueda del bulto extraño.

Emilio regresó rápido con una bolsa de sea negra cerrada con una jareta, Eustaquio la tomó y la abrió.

¿Qué es? ¿Qué guardas ahí? Preguntó Emilio con creciente curiosidad.

Es solo sal, de cuando fuimos a Colima, guardé un poco, por que si no, tu madre se la acaba en la cocina. Contestaba en viejo mientras nuevamente la regaba sobre el circulo que había trazado. Ahora fue Eustaquio quien salió del círculo con cuidado de no romperlo con los pies.

Vigila el círculo, voy por una red ¿Sabes dónde guarda tu madre mi caña portátil, ésa que me compró en Chapala tu tío Luis?

No se, creo que está junto a las palas y el pico, contestó su hijo intrigado con tantas cosas.

Eustaquio regresó visiblemente contento con una red de amarilla que usaba para sacar peces del agua, cuando iban de pesca, también traía un frasco vacio en la otra mano. El sol indicaba que serían ya las once de la mañana.

Mientras recitaba entre murmullos la letanía “La sangre y la sal marcan el límite, detiene al ratero y lo vuelve al origen, los obliga a devolver lo robado”… Emilio se quedó helado al ver que bajo el círculo de sal, se movía algo, brillaba un insecto en lo que hubiera creído que era la sangre de la gallina… se movía mientras su padre con una sonrisa de satisfacción tomaba por la cola lo que era un enorme alacrán negro y brillante, lo colocó dentro del frasco y buscó en el círculo con la punta de su navaja, hasta que encontró otro alacrán ahí donde antes había sangre y lo colocaba dentro del frasco junto al otro alacrán.

Oye Papá, ¿cómo hiciste eso? ¿Cómo aparecieron y cómo es que no te pican cuando los tomas? Le preguntó Emilio y Eustaquio solo levantó los hombros y le contestó: Mira cuando lo hagas tu mismo verás que siempre ocurre así, no se porqué pero éstos son los que me van a traer a ese par de cabrones. Alzaba el frasco con los alacranes mientras sonreía.

¿Y el Tequila, para que lo vas a usar? Le pregunté el muchacho y su padre se volvió visiblemente divertido alzando las cejas. ¿Qué para qué lo voy a usar? Ahora si que te viste muy pendejo, contestó su padre mientras abrazaba a Emilio por un hombro, Este tequila pus nos lo vamos a beber tu y yo mientras esperamos a esos rateros, van a venir chillando de miedo.

Se sentaron en unas sillas desvencijadas mientras el sol continuaba marcando el avance del tiempo, bebiendo tequila y platicando de muchas cosas. La esposa de Eustaquio y sus otros hijos prefirieron dejarlos hacer sin entrometerse. La botella se la turnaron hasta que dieron las doce del día.

Eustaquio se limpió los bigotes con la mano miró su reloj y dijo. Ya es tiempo de terminar, ya verás que todo sale bien. Su hijo lo veía entretenido con tanta cosa extraña mientas su padre abría el frasco con los dos alacranes y los tiraba al piso, en el círculo, para después pisarlos. Emilio se percató que los alacranes ya no estaban, simplemente se habían desaparecido bajo la suela del zapato de su padre. Del círculo de sal comenzó a subir un humo blanco, denso de aspecto fantasmal.

A kilómetros de distancia, los dos rateros iban festejando y bebiendo cerveza a bordo del auto de Eustaquio, casi llegaban a Momoxpan, un pueblecillo árido en donde vivían los abuelos del conductor, cuando de pronto vieron que la carretera estaba cerrada, obstruida por piedras blancas, fueron bajando la velocidad hasta detenerse junto a la barrera.

¿Qué vamos a hacer ahora? Le preguntó el más joven al que parecía ser el líder, Está bloqueada la carretera de lado a lado con ese cerro de piedras, le señalaba con el dedo las piedras. El líder mientras tanto seguía con la vista las piedras y se dio cuenta que formaban una línea que se perdía en el horizonte a ambos lados de la carretera.

Nunca había visto algo así, le contestó, pero no hay problema vamos a quitar las piedras para que pase nuestro coche nuevo. Rieron ambos por la ocurrencia al tiempo que comenzaban a quitar las piedras que despedían un brillo rutilante por donde uno paseara la mirada. ¡Es sal! Comentó extrañado uno de ellos sosteniendo una piedra del tamaño de un melón, el otro estaba quitando piedras sin importarle otra cosa cuando de pronto gritó y se llevó la mano al cuello. Algo me acaba de picar, me duele, me duele mucho. Gritaba mientras el otro veía cómo a su amigo le caminaba sobre la camisa un enorme alacrán negro, lo tiró al piso de un manotazo y lo pisó fuertemente para aplastarlo. Cuando levantó el pié. No había ahí ningún alacrán. Estaba azorado, sin poder creer lo que veía, pero su compañero cayó al suelo con los ojos en blanco, estaba casi inconsciente mientras murmuraba incoherencias.

Eustaquio revisaba el piso del círculo de sal cuando de pronto vio salir de entre el polvo a uno de los alacranes. Tan pronto quedó totalmente descubierto, se fue deshaciendo hasta convertirse nuevamente en un poco de sangre de gallina. Ya picó el primero, dijo Eustaquio ¡Ya van a regresar ahora lo veras! Comentó al aire. Solo nos resta mandarles la orden. Eustaquio entonces tomó la cabeza de la gallina, se la acercó a la boca y le dijo. Regresa, pronto, regresa, búscame, regresa todo lo robado. Soltó la cabeza en un bote de basura y casi eufórico tomó la gallina muerta y se llevó a la cocina, de donde regresó con una jarra de agua de limón. Van a llegar aquí con un susto de los mil demonios, le dijo a Emilio, vamos a comernos a la pobre gallina y esperaremos a ver que nos traen.

En la carretera ahora conducía el mas joven de los rateros. Su compañero, el líder, estaba tumbado sudando y murmurando… “Regresa, prono regresa, vamos a entregarle todo al viejo ese, regresa, regresa pronto”. Mejor vamos al doctor le decía el conductor. No, regresa, regresa pronto, Regresa, ¿qué no ves que si no me muero? El conductor no entendía, pero comenzó a escuchar ahora con la vos del viejo que habían robado… Regresa, búscame, regresa pronto. No podía dejar de escuchar la vos del viejo, aunque se tapara los oídos. Tenía mucho miedo. Así que fue desandando el camino rápidamente.

En casa de Eustaquio, barrieron el patio, cocinaron a la gallina, se la comieron entre todos, estaban de fiesta porque él había regresado. Su esposa Cristina le curó la descalabrada, pero ahora no se veía tan seria. Ya en la sobremesa, Eustaquio comentó: Compré una herramientas que necesitaba para el trabajo, las traen en mi coche unos pendejos pero ya las traen de regreso, ya las verán. Te traje también un buen dinero para la semana, le dijo a Cristina que sonrió sin entender mucho eso de que no estuviera el coche, lo del asalto pero que los mismos ladrones lo traerían de regreso. Gracias San Benito decía Eustaquio y se persignó.

¿Es aquí donde asaltamos al viejo? Le preguntó el conductor a su compañero, pero éste no pudo ni siquiera voltear a ver, en cambio le dijo… Búscalo hay que encontrarlo. Búscalo… Se cayó mientras temblaba. En su cabeza no dejaba de oir al viejo diciendo: “Regresa, búscame, regresa lo robado”. Bajó del auto y entró en el restaurante para preguntarle al dueño por el viejo que dejaron ayer herido en el baño. Cuando lo vio venir, Samuel tomó un pedazo de tubo y cuando lo tuvo a distancia le propinó un fuerte golpe que cayó en el antebrazo del ratero. Este gritó de dolor al tiempo que caía al suelo con el brazo adolorido. El ratero le gritaba. “No, no quiero problemas queremos devolverle todo al señor ese que ayer estaba aquí”.

¿Quieres devolverle todo? Le preguntó Samuel.

Si, es muy importante devolverle todo.

Muy bien van a dejarme a mi todo lo que le quitaron. Todo. No saben con quién se metieron par de pendejos. Le dijo Samuel mientras le dio una patada en las costillas.

El ratero sacó dinero y le dio las llaves del coche al dueño del restaurante. Luego fue al auto y sacó al otro en calidad de bulto, le sacó dinero de los bolsillos y también se lo dio a Samuel.

Es todo lo que le quitamos, se lo juro. Dijo al tiempo que besaba sus dedos en señal de la cruz. Y se fue cargando en el hombro a su compañero inconsciente buscando un médico.

Samuel reunió el dinero, revisó el auto y llamó por teléfono a Eustaquio. Este le contestó que el mismo iría por sus cosas. No tardó ni media hora en llegar, contó el dinero y sonrió. Solo faltaban doscientos pesos. No les dio tiempo de gastar mi dinero. Par de cabrones. Eustaquio intentó pagar la cuenta de la noche anterior, pero Samuel se negó muy serio diciendo: Para eso somos los amigos.

Entonces se regresó a casa a mostrarle a sus hijos y a su esposa las cosas que les llevaba.

En el consultorio del doctor cubrieron con una sábana el cuerpo de un joven al declararlo muerto. El otro decía… Ya se calló la vos ésa, ya se calló.

Momentos después llegó la policía a indagar lo ocurrido y se rieron cuando el ratero les contó que la carretera a Momoxpan estaba cerrada con piedras de sal. Pero no lo sacaron del error. Lo metieron en una celda para procesarlo. A media noche, el ratero se despertó sobresaltado al darse cuenta que comenzó a oír nuevamente la vos del viejo… “No entregaste todo lo robado.. me las vas a pagar todas juntas” El ratero gritaba que lo dejaran salir, pero los carceleros solo le aventaron una cubetada de agua fría. De entre la ropa del ratero salió lentamente un alacrán enorme que rápidamente clavó su aguijón en las costillas para después deshacerse como cenizas en el aire.

No murió ni pudo ser enjuiciado porque perdió la razón. Decía que una voz le gritaba al oído “Ratero”, una y otra vez, de día y de noche, una y otra vez.

Para Don Eustaquio aquella fue una mala noche que quedó en su memoria como solo una mala noche.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Al amparo del bosque

No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás existió.

Joaquín Sabina

El sol calentaba lentamente el ambiente filtrándose entre los árboles que bordean al pequeño lago y los insectos realizan extrañas danzas en el aire. El reflejo de ambos parece suspenderse sobre la superficie del agua, sus miradas se cruzan mientras Miguel levantaba una piedra del suelo y un segundo antes de lanzarla al lago, el tiempo pareció detenerse.
Qué bueno que regresaste. Te extrañé mucho ¿Te sientes bien, estas más tranquilo? Preguntaba Miguel a su hermano José.
Si la verdad yo te extrañé también mucho, allá en el hospital se siente uno muy solo aunque a diario iban Mamá y Papá a visitarme. Esperaba verte.
Si, los escuchaba hablar de ti y tu recuperación. ¿Qué tal si pescamos un rato y que nos cocinen los pescados que saquemos, como lo hicimos en las vacaciones pasadas? ¿Recuerdas hace un año que yo te gané?


No creo que sea buena hora para pescar, mejor pescamos mañana más temprano. Veremos quién saca la trucha más grande y el que pierda, que limpie todas las demás ¿Vale? ¡Vale! . Esa mañana Miguel y José se fueron del hombro caminando por los senderos riéndose alegremente.


Una mañana similar a esta, cuando eran pequeños entraron al estudio de su padre. Buscaron hasta encontrar la lata de dátiles. A José se le ocurrió sacarlos y llevárselos al campo, donde los comieron mientras inventaban historias de tierras desconocidas, de casas llenas de tesoros robados, de historias en tierras de lenguas atropelladas, de acento cantado mezclado de inciensos y perfume. Esa tarde castigaron a Miguel por robar los dátiles. Aunque José acompañó a su hermano junto a la ventana platicando los cuentos de las tierras lejanas. A él no lo castigaron solo a Miguel.


¿Sabes? la abuela quiere más a su gato que a cualquiera de nosotros. Le dijo Miguel a José. Era una tarde en la que estaban de visita en casa de sus abuelos.


Creo que tienes razón le contestó. ¿Y si se lo escondemos para ver cómo se pone? Le preguntó con un brillo en la mirada, con ése gesto con el que José plantea las cosas cuando ya no hay un punto de retorno, cuando sabe que Miguel ya no tiene más opción que correr y divertirse juntos con su idea.


Miguel fue tras el animal y lo encerraron en el ático, después esperaron y observaron divertidos mientras la abuela perdía el control buscando a su mascota.


¿Qué traes bajo la playera? Preguntó la abuela a Miguel cuando éste bajaba la escalera del ático.
Es tu gato abuela, lo encontré en el ático y lo bajé a tu lado, seguramente tiene hambre, tenlo, dijo Miguel mientras le daba el gato a su afligida abuela y la hubiera engañado pero atrás de ella estaba José y fue inevitable que sus miradas se cruzaran al tiempo que Miguel soltaba una sonora carcajada.

El castigo precedió al rencor y nunca más disfrutaron de la casa de los abuelos como hasta ése día. La abuela perdió confianza en Miguel en la medida que prodigaba mimos a su mascota. Miguel nunca dijo que había sido idea de José y éste lo compensó regalándole su postre a la hora de la comida. Prometieron que se portarían mejor con sus Padres para evitarse problemas… pero no lo lograron.


¿Pensaste ya que te gustaría recibir de regalo en Navidad? Le preguntó Ana, su Madre, una mañana de Diciembre. Si, yo quiero una bicicleta nueva porque José va a pedir unos patines, entonces juntos podemos salir a la calle a divertirnos, contestó Miguel


Días después estaban reunidos alrededor del árbol con sus primos, los tíos e incluso la abuela cantando en Navidad, mientras abrían uno a uno los regalos...


¡Unos patines! Gritó feliz Miguel. ¡Que bonitos! te trajeron los patines que querías. Pero te los trajeron a mi nombre, Continuó gritándole Miguel a José lleno de felicidad. Lo que no trajeron es mi Bicicleta, dijo Miguel, al tiempo que veía a sus padres y cambió su expresión, sostuvo la mirada y ésta se llenó lágrimas.


No la encontramos, le contestó su Padre, pero juega con los patines mientras podemos comprártela.


¡Siempre es lo mismo! Quieren más a José, nunca lo regañan, el me mete a mí en problemas y a mí nunca me creen, gritaba Miguel. Y cuando les pido mi regalo no me traen nada. Son unos injustos ya no los quiero. ¡Los odio!. Les grito y salió corriendo. Todos se quedaron sin palabras y cada uno fue a consolar a Miguel pero no lograron calmarlo. Su abuela le prometió comprarle una bicicleta y hasta le prometió un gato creyendo que a Miguel le gustaban.


Pasaron dos semanas hasta que pudieron encontrar la bicicleta que quería Miguel, la recibió pero nunca la estrenó, decía que se la habían regalado solo por no verlo llorar pero no por amor, ni si quiera por cariño. Estaba convencido de que no lo amaban y la bicicleta acumuló polvo esperándolo.


El problema de esa Navidad fue lo que desencadenó la primera visita con el terapeuta familiar: el Doctor Arguelles. Miguel siempre salía sintiéndose mal, mientras que José optó por ser solo un espectador y tanto su Papá como su Madre hicieron todo lo posible por amarlo más, si es que eso es posible, hasta que en medio de un ataque de tristeza, comenzaron a medicar a Miguel.

Oye José, ¡tuve un sueño!... Soñé que estábamos con los abuelos y nos llevábamos la tienda de campaña para jugar, hacíamos un día de campo y después volábamos un papalote. Le contaba Miguel a su hermano mientras volvía a quedarse dormido con un respiración intranquila, mirada ajena y una bella sonrisa. Su madre, que lo escuchaba se puso a llorar. José se retiró en silencio para no mortificarla más.

Continúa igual, - comentaba su Padre con la familia- ni yo ni Ana vemos que mejore. Me preocupa mucho... hemos pensado que debemos llevarlo a una clínica por un tiempo; el Doctor Arguelles nos dice que existen tratamientos precisos que alternados con terapia, pueden ayudar a Miguel a recuperarse mucho más rápido.


Fue unos días más tarde que Miguel fue admitido en una clínica en donde lo sedaban por las mañanas y recibía terapia por las tardes, una y otra vez hasta que a juicio de todos Miguel fue dado de alta.


La familia lo festejó con el hobbie preferido de Miguel. La pesca. Hicieron un viaje justo a su lugar preferido en medio de Michoacán, al lago de Momoxpan, incluso llevaron su Bicicleta recién limpiada y ajustada.

Recién despertaron se fueron a pescar y mientras lo hacían, José platicaba con Miguel.

¿Oye hermano y porqué estabas en la clínica esa, porqué te llevaron?

No me gusta hablar de eso y nunca jamás frene a los Papás ¿me oíste? Le contestó Miguel llorando. No quiero regresar ahí, ni quiero que me den pastillas que solo me hacen dormir todo el día. Prefiero que estemos libres pescando como hoy. ¿Está bien?

Está bien, está bien. No creí que te afectara platícarme, me da mucho gusto que estemos juntos otra vez. Dejaron las cañas apoyadas en la orilla mientras reían de cualquier ocurrencia.

De pronto Miguel fijó la mirada mas allá del sol que se filtra por las ramas, los insectos danzan bailando un vals silencioso y Miguel toma una piedra, la levanta y la tira al lago justo sobre el reflejo de su hermano. Se escucha el chapoteo y su rostros de fragmentan en la superficie. Espera unos segundos que parecen eternos hasta que la superficie vuelve a la calma...

¿Pescaste bien? Pregunta su madre cuando lo ve regresar cabisbajo a la tienda.

Si pesqué una buena trucha, quizás en la tarde tenga mejor suerte, contestó Miguel y se metió silencioso a la tienda, sintiendo el hueco del hermano que siempre creyó tener.

jueves, 19 de noviembre de 2009

El gigante de Moroleón

– ¿Y cómo fue que perdiste la pierna abuelito? –le pregunté con curiosidad.

– De un tiro... fue un accidente, hace mucho tiempo... fue antes de conocer a tu abuela, en Toluca... en... 1905, creo, o quizás en 1906... No me acuerdo bien. –Me confesó una tarde mi Abuelo mientras bebía su quinta copa de tequila.

– Cuéntame abuelo, por favor cuéntame, –insistí con creciente curiosidad.

– Mira hijo... fue cuando yo era casi un niño, tendría unos 15 años. Un día de ésos que el sol calienta a las piedras hasta hacerlas crujir. Ese día llegó a Toluca la feria de los “Hermanos Juárez”; yo ya los había visto un año antes en Pátzcuaro, tenían todo tipo de atracciones. Ahí en la feria trabajaba un enano. –Mi Abuelo veía al infinito haciendo memoria. – Ese enano fue el primer hombre que yo me cargué. ¿Sabes? Antes no era como ahora... a veces te veías en la necesidad de sacar tu arma y defender tu vida... o defender tu honor. Y con Crispino fue que yo desenfundé la primera vez para defender mi vida y mi integridad. Fue muy duro para mi, pero ni modo, así es la vida... si no, tu no estarías aquí.

Mi abuelo me contaba en su casona en Coyoacán, mientras se hacía un taco de carnitas y salsa... paseaba su mente de una cosa a otra y poco a poco me fue relatando lo que pasó aquel día.

– Crispino era el hombre de la mujer fuerte de la feria, a ella le decían Rosa porque su piel siempre era rosa y tenía un par de trenzas gruesas como mi brazo, de color amarillo, casi blanco. Nunca supe cómo se llamaba, pero le decían Rosa, era la encargada de la carpintería de la Feria y era quien hacía muchas de las vitrinas y de los juegos que acarreaban por todo México. Contaban que ella hizo que la Feria adoptara a Crispino en uno de los viajes y quedó enamorada de él desde el mismo momento que lo vio. Crispino era pastor de ovejas... de ovejas que no eran suyas, era solo el encargado de llevarlas a pastar o a buscar alguna hierva que comer y, según dicen, los borregos estaban mejor alimentados que el mismísimo Crispino. Tenía diente grandes como de mula pero chuecos, era como si Dios le hubiera aventado un puñado de maíces pozoleros y los hubiera querido cachar con la boca... ahí se le quedaron torcidos, chuecos, quizás hasta tenía dientes de más. ¿Quién sabe por qué Dios fue tan duro con él desde antes de nacer? Además. vestía harapos y se adivinaba que no se había bañado nunca en su vida por el olor que despedía, pero tenía una mirada llena de ternura y, según Rosa, de sabiduría... ja, ja, ja, esa Rosa lo veía con amor... pobrecita Rosa. Cuentan que cuando se unió Crispino a la Feria, tenían el juego ése que le das un golpe con un mazo a una palanca y entonces sube una bola de metal por un riel y hace sonar una campana. No tenía ninguna complicación y no recaudaban nada de dinero.

Mientras me contaba, se quedaba mi abuelo con un taco a medio comer y lo movía de aquí para allá.

–Hasta que la inteligencia aguda de Rosa ideó las cosas de tal forma que su pequeño hombre sería la nueva atracción; –Mordió su taco y continuó. –Todo un día y una noche oyeron que Rosa serruchaba, medía, clavaba y pintaba algo alrededor del riel del juego, le colocó banderas de colores y hasta un cartel que retaba a la gente a lograr hacer subir el balín hasta hacer sonar la campana. Se dice que Rosa lo ideó todo para que su pequeño amado tuviera una actividad digna dentro de la Feria. Pasaron años antes de que yo los viera en Pátzcuaro. –Se sirvió otro tequila y haciendo memoria continuó. –Llegaba yo de haber entregado una carga de costales de harina y ya de regreso, rumbo a la posada, de noche me atrajo el barullo de la gente en la dichosa feria; había muchas personas frente a la atracción del “Gigante de Moroleón”. Rosa retaba a todos los hombres fuertes a que hicieran sonar la campana y su esposo los miraba detrás del dibujo de un hombre fuerte y musculoso, solo asomaba la cara por un agujero mientras ponía cara de pocos amigos y mostraba los dientes sucios. Hasta ése momento yo no sabía que era tan bajo de estatura. Mejor dicho, nadie de los que estábamos ahí sabíamos que era de tan poca monta. ¡Ese maldito loco! –comentó con coraje escondido en un rincón de su memoria. –Rosa gritaba: “Pasen hombres fuertes, solo los que tengan bien fajados los pantalones para hacer sonar la campana con solo un golpe en la palanca. Yo apuesto dos pesos a que no hay aquí alguien tan fuerte, alguien lo suficientemente hombre para lograrlo. Solo mi esposo, el Gran Crispino, lo puede lograr”

– ¿Dos pesos abuelo? –le pregunté casi riéndome, ¿apostaban sólo dos pesos?

– Eran pesos de plata pura los que se usaban antes, hijo, y yo tenía en mi bolsillo veinte pesos de plata que me habían pagado por la carreta de harina, así que me acerqué a Rosa y le acepté el reto. La multitud me aclamó y me animó a hacer sonar la campana de un buen golpe. Cuando brinqué el cordel que rodeaba al aparato, rosa me entregó un marro de madera, era ancho y pesaría unos cinco o seis kilos. El mango era extrañamente corto, pero pesaba lo suficiente para poder hacer llegar el balín hasta las nubes. Entregué mis dos monedas a uno de los hijos de Rosa. Era un muchacho como de 1.80 de estatura y bastante bien parecido. Cuando la multitud guardó silencio, Rosa me explicó que debía golpear fuertemente a un soporte, y me devolvería mis monedas junto con otras dos si acaso sonaba la campana superior. Era cosa de niños, pensaba ingenuamente. A una señal de Rosa, levanté el martillo, pero golpeó con algo encima de mí. Había un travesaño justo encima de mi cabeza. Busqué otro ángulo pero había otro travesaño que me impedía levantar más arriba que mi propia nariz el mazo ése, así que de esa altura descargué mi mejor golpe y el balín apenas se levantó unos centímetros. La gente se reía a más no poder y yo me sentía un estúpido por no haberlo logrado. Después de mi intento, Rosa nos retó nuevamente a todos y pagaría ahora cuatro pesos de plata por quien apostara sus dos monedas, y ocurrió exactamente lo mismo con otro y otro y otro hombre y cuando ya no hubo nadie que aceptara apostar unas monedas, le comenzaron a gritar a Rosa que querían ver a su esposo dar el majestuoso golpe. Crispino, el “Gigante de Moroleón”, solo nos observaba con cara de disgusto con una barba hirsuta y los bigotes enrollados de las puntas. La gente lo animaba: “A ver, queremos ver al Gigante de Moroleón y si no lo logra nos quedamos con tus monedas, queremos ver si es tan juerte...” Entonces, otro de los hijos de Rosa tomó un tambor y haciendo sonar un redoble creó una atmósfera de expectación, nos hizo sentir que veríamos a Hércules venciendo al León, como estaba dibujado en uno de los carteles. Cuando, de pronto, Crispino nos grita a todos: “Está bien, ahora verán cómo de un solo golpe hago sonar la campana de la forma más sencilla,” gritaba Crispino mientras se le escapaban hilos de saliva. Su voz sonaba un poco extraña... sacó la cara del hoyo por el que nos veía y salió de atrás del cartel, bajando de un banco el hombre más pequeño que había visto: con un taparrabos de piel de borrego pero con unos brazos fuertes aunque cortos, sonriendo al tiempo que mostraba los dientes que debían ser los de un perro de pelea. ¡Estábamos sorprendidos! Crispino levantó sin gran esfuerzo el marro haciéndolo pasar por sobre su cabeza y de un fuerte golpe lo bajó directo a la palanca haciendo un arco perfecto, casi rozando al travesaño superior y al instante se oyó por fin sonar la campana. La gente se reía y aplaudía al pequeño hombre fuerte... yo me sentía engañado y timado pero en buena lid... no había rencor, pero si me quedó en la boca el gusto de haber sido burlado... como un estúpido.

– ¿Y tu pierna abuelo, que te pasó?­, le pregunté nuevamente.

– Espera, ahora voy a eso. Pasó más de un año desde que había ido a la Feria en Pátzcuaro cuando, estando una mañana en Toluca, entregando ahora una recua de puercos me volví a encontrar la feria. La voz de Rosa me hizo recordar la tunda de varazos que recibí por haber perdido las dos monedas de Plata. Entonces se me ocurrió cómo ganarles yo todas las monedas de plata que pudieran reunir, no podía fallar. Como aquel otro día, llegó un ingenuo que perdió sus monedas, después otro y otro hasta que fueron seis los que perdieron su apuesta. Rosa estaba comenzando a anunciar al “Gigante de Moroleón” cuando me le planté de frente y le aposté todas las monedas que había: doce en total. Yo lograría hacer sonar la campana y a cambio me entregaría todo lo reunido o yo entregaría una suma igual. Rosa volteó a ver a Crispino, se alzó de hombros y me dejó franco el paso. Nuevamente tenía yo entre mis manos el mazo aquel, tan peculiar, tan corto y tan pesado...

– Y ¿qué sucedió?, le pregunté con curiosidad.

– Les pedí a todos que se hicieran hacia atrás. “Necesito concentración,” grité. Y todo mundo dio tres pasos atrás. Recargué el mazo contra la palanca, como tomando aire, como que estuviera absorto en realizar un movimiento espectacular. Rápidamente saqué mi revolver, lo apoyé contra el mazo y disparé. Lo que siguió fue muy confuso: sonaba claramente la campana superior en medio de mi disparo... comenzaba yo a sonreír cuando vi que Crispino gritaba y gritaba con los ojos desorbitados. Había hecho pedazos el mazo que Rosa le había regalado como símbolo de una nueva vida juntos, con el amor que nunca antes había sentido. Los hijos de Rosa y Crispino estaban paralizados por la sorpresa, por el miedo de ver a su padre bufando como un loco, corriendo hacia mí. Fueron solo instantes de segundo cuando recibí un topetazo en la boca del estómago y caí sin aliento. Me cayó Crispino nuevamente encima y yo lo empuje. Entonces, lleno de rabia y coraje se me aventó encima y me mordió en la entrepierna. Me mordió con la fuerza que lo había hecho famoso, sacudiendo la cabeza, queriendo... matarme. Yo comencé a golpearlo con la culata de mi pistola, –mi abuelo simulaba los golpes ahora a un Crispino invisible, –pero no me soltaba y el dolor era muy intenso, no podía respirar, así que en un último esfuerzo apunte a su cabeza y disparé. Otra vez el sonido de mi arma llenó el espació y sentí cómo finalmente aflojaba la mordida, al tiempo que comencé a sentir en mi pierna un dolor insoportable: me había volado media pantorrilla y fluía mi sangre junto a la de Crispino. Lo siguiente que recuerdo fue que desperté en el hospital de las hermanas Marianas, estaba amarrado y me daban de beber aguardiente.

– ¿Lo mataste para que te soltara?

– Claro, si no lo hacía él me mataba a mí con su hocico: era como el de un puerco acorralado.

– ¿Y que pasó después, en el hospital?, le pregunté casi mudo de sorpresa.

–El jefe de la policía estaba ahí sentado esperando a tomar mi declaración. Habían pasado dos días desde aquella tarde y yo ya no tenía pierna. La feria se marchó, todos de luto jurando venganza. Yo me escapé una semana después a media noche por instrucciones del capitán de la guardia, hacia Guadalajara, en donde conocí a tu abuela y le inventé la historia ésa de que le quería ganar el paso al ferrocarril... ésa sí que es una historia estúpida.

Me quedé frío y sorprendido de conocer cómo mi abuelo había perdido la pierna y desde entonces compartíamos el secreto de Crispino, Rosa y la pierna de mi abuelo.

Ángel Garcia

Era un sábado a media mañana cuando visité a mi gran amiga la “Señora Bonita”.

Ella es una mujer con quizás 60 años de edad: baja de estatura, con ojos sombreados, de color miel y mirada profunda. El mejor término para describirlos es “ojos moros”. Tiene tez blanca y una peculiar forma de ver la vida, ya que siempre ha estado envuelta en el misticismo, de conocimiento hacia las “fuerzas vitales”, como ella lo expresa. Alguna vez fue mi vecina. Ella me supera en edad por unos treinta años. Tiene cinco hijos, todos casados y mayores que yo. Es muy culta, se dedica a estudiar, a leer, toca el piano y es algo especial, con conocimientos poco comunes, es por ello que quería platicar con ella.

Llegué a su casa como a las 11:00AM y la encontré viendo sus libros, dejando correr la mirada sin verlos, era como si pasara lista entre ellos... sus compañeros de toda una vida.

Yo quería visitarla porque hacía días, en una fiesta infantil, me enteré de la peculiar historia de Ángel García y buscaba la opinión de mi amiga.

Con un buen café en las manos comenzamos a platicar del hijo de mi amigo Juan, se llama Fernando. Es un pequeñito de ojos y manos grandes, es fuerte y tiene ahora tres años, es un chiquillo tierno y brusco al mismo tiempo. En su fiesta de cumpleaños lo abracé para felicitarlo cuando mi amigo Juan le pidió que me contara de su espada, entonces al chiquillo le cambió la cara y buscó con la mirada un punto lejano y me relató:

-Iba con mis amigos viajando cuando de pronto me atacaron... me cortaron aquí en la cara y en el pecho con una espada... -me contaba el pequeñito haciendo cara de dolor, pero me confundió que me hablara de viajes y ataques un niño de apenas tres años.
¿Te atacaron unos ladrones? -le pregunté.

No... me atacaron… mis amigos, fueron mis amigos los que me hicieron daño, por eso no me pude defender...
Su mirada se notaba confundida y muy dolida, quería comenzar a llorar mientras me contaba.

-Íbamos a caballo cuando de pronto mis amigos me atacaron y me hirieron en la cara, en el ojo, con la punta de la espada y luego me la encajaron aquí. –me dijo, mientras se ponía una mano en las costillas.
-¿Pero, por qué te atacaron tus amigos?

-Es que ellos querían quedarse con mi espada, era muy bonita, querían también mi dinero. Les gustaba mi espada y me la querían quitar... pero ¡eran mis amigos! -me decía el pequeño, lleno de angustia
-¿Qué hicieron los demás que estaban contigo?

-Solo se sorprendieron, no pudieron hacer nada...
-¿Y qué pasó después?

-Caí del caballo y vi que ponían cara de asombro cuando dos de ellos me atacaban, luego estuve lejos, con mucha paz... y ahora soy Fernando...
-¿Cómo te llamabas?

-Ah... yo era Ángel García...
De pronto el pequeñito volvió a sonreír y se fue corriendo a jugar con sus amigos, se fue entre risas y gritos.

La Señora Bonita me miraba muy interesada por el relato de lo que parecían ser los recuerdos de un niño sobre su propia muerte en manos de sus compañeros de viaje, del dolor de la traición, de la envidia, de la sorpresa ante la muerte misma...

¿Sabes? -me dijo- Nunca podrás saber si el pequeño te contó un recuerdo o una fantasía, si lo que te dijo es solo un cuento o te describió su propia muerte, pero, ¿tú qué sentiste mientras el te contaba todo esto? -Me preguntó mientras analizaba mi reacción, haciéndome ver quizás lo que yo no me había percatado.

Yo sentí que el pequeño no estaba inventando. Sentí que hablaba recordando y en cierto modo reviviendo esos momentos...

-En mi punto de vista, lo que ocurre es que nacemos, cuando reencarnamos, con algunos recuerdos de la vida pasada, -me explicaba mientras endulzaba su café.- Esos recuerdos nos ayudan a sobrevivir en la nueva vida, sobre todo cuando lo último que viviste es tu propio asesinato. Los recuerdos se quedan grabados muy fuertemente, pero el bebé que nace sólo siente miedo o angustia y no puede explicar, ni mucho menos expresar lo que siente; porque simplemente no puede hacerlo, pero conforme va aprendiendo a hablar los recuerdos los comienza a ver como un sueño, como parte de una pesadilla, el alma ya no se encuentra tan convulsa y comienza a vivir en tranquilidad y a desarrollarse nuevamente.

-Mira -me explicaba de otra manera-, cuando un pequeño tiene unos tres años puede contarte algunas cosas que aún recuerda de su vida pasada y al poco tiempo se le van borrando los recuerdos y en su lugar tendrá vivencias actuales mucho más frescas y que al pequeño le hacen sentido. No te olvides que los recuerdos pasados son muchas veces angustiosos y poco entendibles, por lo que su mente trata de ponerlos en un lugar lejano, en donde no hagan daño.

-Me gustaría que usted platicara un día con el chiquillo-, le confesé.

-Por mi parte encantada los invito a platicar –me dijo con risa-, pero creo que a él no le va a parecer nada agradable venir a una casa llena de cosas tan poco atractivas, como una señora excéntrica. Lo mejor para el hijo de tu amigo es que vaya poniendo en orden su mente y sus recuerdos y cuando ésos recuerdos ya no le causen daño o temor, se irán desapareciendo... y qué bueno, porque qué difícil sería llevar a cuestas los recuerdos y angustias de esta vida y además de quien sabe cuántas más. ¿No crees?

Tenía razón. Lo mejor es dejar que las cosas ocupen su lugar con el modo en el que Dios tenga dispuesto y si cada quien puede resolver sin ayuda los problemas de ésta u otra vida, no debemos nosotros tratar de intervenir o de modificar el orden natural.

-¿Para qué se reencarna? ¿Qué caso tiene?

-Es que renacemos para poder cumplir una misión o un aprendizaje que dejamos pendiente. Creo que a veces volvemos también para ayudar a otra gente a alcanzar un objetivo que no ha podido lograr, o para que junto con los que vives superen, todos, un escalón o una prueba que les ayudará a lograr un nivel superior de existencia...- Mientras me lo decía, en sus ojos pude leer una profunda nostalgia.

Nos quedamos tomando café, escuchando música y platicando en una sobremesa llena de amistad, enseñanza y calidez que dan sus años y su muy peculiar forma de ver la vida.

Cuando me despedí de ella, me invitó a regresar la siguiente semana para platicar de vidas pasadas... -Ya te contaré de Ibis.- me dijo con un brillo especial en su mirada, al tiempo que me daba unas palmadas sobre el dorso de mi mano.- Ya te contaré de unos recuerdos de una vida que tuve...- Desde luego acepté la invitación para poder ir a su casa y pasar una nueva velada que prometía ser excelente.

Regresaré el jueves, y ahora me toca traer a mí el café. Acordé con ella y me marché expectante de nuestra siguiente charla.




MusicPlaylist
Music Playlist at MixPod.com

domingo, 15 de noviembre de 2009

Burulú

16 Mayo 1984
Grabación de entrevista con paciente:

Voy caminando y un zumbido llena mi cerebro. Nada es realmente tangible a mi alrededor. El terror modifica sensiblemente todo lo que alcanzo a ver... Tan solo hace un instante salía de aquel cuarto... ahora espero lo inevitable. Siento que corro y que una transpiración fría baña todo mi cuerpo. Alcanzo a ver a los peces en la pecera, nadando lentamente, sin producir ningún sonido... Sólo es posible oír el ruido estridente que golpea mis tímpanos: ése sonido sordo y grave, una y otra vez, en constante aceleración. Un grito... un aullido va subiendo desde mis piernas pasando por mi garganta, casi rasgándola... Los muebles de la sala parecen alejarse, se hacen largos y lejanos cuando los veo. Las paredes pierden su verticalidad; se deforman las esquinas y el techo se muestra muy cercano aquí donde estoy y amplio al fondo. Mis padres y tíos platican sin verme, no se percatan que ahí está. Mueven la boca y los calla el golpeteo sordo que ahora lo llena todo. ¿Cómo es posible que no se den cuenta de lo que está por ocurrir?

El tiempo ya no existe, como un reloj congelado detuvo su marcha para dar paso al mal...

Sé que ahí está, aprieto las manos y quiero gritar nuevamente pero ahora solo emito un leve quejido... no tengo aliento. Siento las lágrimas correr por mi cara, mis ojos giran sin rumbo en sus cuencas buscando refugio. Mi cara arde absolutamente congestionada, incluso puedo oler mi sangre golpeando cada poro, buscando salir. Mi boca no da más, está absolutamente abierta... congelada en una mueca de angustia y pánico.

Al borde de la razón, de la resistencia, oigo un golpe sigiloso que comprueba la presencia que tanto temo. Está aquí y viene por mí... Instintivamente volteo para verlo y siento cómo se doblan mis rodillas, caigo al piso y puedo, por fin, hinchar los pulmones al máximo, se distiende mi cuello y nuevamente me brota un grito desde mis piernas, corriendo por todo el cuerpo, queriendo borrar a ese ser, queriendo eliminarlo antes de que me toque... ¿Por qué el mal surge así de la nada?

Mis ojos se cruzan con los suyos... son dos tizones rojos que buscan y localizan fríamente a su presa, totalmente dilatados por el placer de tenerme solo a tres pasos. Pareciera que emiten fuego. Su piel se ve viscosa, gris, fría.

Mientras procuro huir, esa cosa corre a mi alrededor, haciéndome ver que puede aniquilarme en cuanto lo desee. No tengo idea de lo que hago, no soy ya consciente de mis movimientos, no se si continúo en el suelo o si estoy corriendo... Esa cosa gira y brinca mostrando su superioridad. Lo hace tan rápido que no veo sus pies, solo escucho sus garras contra el piso produciendo un lastimoso chirrido.

Estoy trepando algo, estoy a un metro del suelo. Frente a mi hay una silla por la que ahora, muy lentamente, comienza a ascender... y yo solo puedo gritar más y más fuerte... ¡Súbitamente brinca sobre mí...! La luz se va, todo se calla, se suspende...

El tiempo... es un recuerdo de otras épocas, cuando tenía una familia y su amor se palpaba en el aire...

El Doctor Neri apagó la grabadora, había escuchado la cinta muchas veces intentando comprender la extraña patología. Casi sin darse cuenta accionó el botón de play para escucharla nuevamente.

Después de analizar mentalmente las posibles afectaciones, rotuló el expediente: Paciente de la habitación 104 (El prefería no involucrarse con los nombres) y en el expediente escribió:

"Paranoide, esquisofrénico, posiblemente traumado por el ataque de algún animal en su infancia."

Investigar consumo de psicotrópicos, Analisis de sangre




22 de Mayo 1984

Se enciende nuevamente la luz de la habitación 104 y esos desconocidos ven dentro de mis ojos nuevamente... Sonidos, pisadas, mi respiración va cobrando nuevamente su ritmo mientras siento el sudor corriendo sobre mis costillas. Siento la entrepierna húmeda y me angustia que continúe una y otra vez siempre así...

Espero que un día todo parará...

Esa noche en la que el paciente 104 estaba particularmente ansioso, el pulso cardíaco alcanzó los 135 latidos por minuto; el doctor comenzó a escuchar un sonido como un rasquido, un chirrido, quizás el sonido de algo que se arrastra contra el piso y que rodeaba la cama una y otra vez...



28 de Mayo 1984

11:50 PM



El paciente cerró los ojos, queriendo apartarse y comenzó a murmurar quedamente




Erat burulú nu mefer aruga
Balam burulú anger feter
Ecura aní aruga teret

Erat burulú nu mefer aruga
Balam burulú anger feter
Ecura aní aruga teret

Erat burulú nu mefer aruga
Balam burulú anger feter
Ecura aní aruga teret




Quedó sumido en un sopor y su voz se hizo inaudible mientras el pulso comenzó a adquirir un ritmo normal.

Esa noche ocurrieron varias cosas; el doctor pensó en intentar investigar qué es la letanía que el paciente repite una y otra vez, por otro lado solicitó al departamento de mantenimiento que investigaran si hay ratas en las tuberías, había escuchado sonidos extraños. En la madrugada, justo a las 3 AM el paciente tuvo una crisis especialmente intensa.

3:25 AM

Debió de golpearse en la nuca, -comento uno de los enfermeros cuando vieron sangre en la camisa de sujeción, a la altura de la nuca. Cuando lo revisaron descubrieron un corte en la base del cuello y tuvieron que suturarlo con tres puntos. Los enfermeros cruzaron una mirada de extrañeza y escribieron un informe.

8:30 AM

-¿Sabes? -dijo uno de los enfermeros, llamando la atención de su compañero, -nos van a culpar por la herida del 104, es absolutamente ilógico que se haya dañado, seguramente se soltó y quiso hacerse daño.

Su compañero lo escuchó y estuvieron de acuerdo en tirar el informe original y cambiarlo por otro en el que supuestamente se les había caído de la cama en un forcejeo.

Pasaron varias semanas de franca recuperación, y el paciente pareció normalizarse. En una entrevista con el doctor Neri, se negó a repetir o al menos conocer una oración en un idioma extraño y súbitamente se negó a platicar más, por lo que lo guiaron al patio común; al día siguiente, comenzó a estar más ansioso, no comió nada y le administraron una dosis mayor de tranquilizantes. En su cama comenzó a sudar y uno de los enfermeros que lo atendió la noche en que se lastimó, comenzó a escuchar quedamente:




Erat burulú nu mefer aruga
Balam burulú anger feter...




Era la noche del 24 de Septiembre, había luna llena, el hospital psiquiátrico se llenó nuevamente de gritos angustiosos... en un cuarto aislado, se escuchó nuevamente.




Erat burulú nu mefer aruga
Balam burulú anger feter
Ecura aní aruga teret

Erat burulú nu mefer aruga
Balam burulú anger feter
Ecura aní aruga teret...






Sí, era el paciente del 104. Lo sedaron casi al límite de su resistencia, mientras con la quijada apretada, luchando por no dormirse, continuaba repitiendo una y otra vez...




Erat burulú nu mefer aruga...




3:10 AM

-Increíble. -Dijo el doctor Neri al estar viendo a través de la ventana de la puerta del cuarto 104, en el que el paciente con el cráneo rapado se revolcaba intentando quitarse la camisa de seguridad al tiempo que gritaba incoherencias. -Como ustedes comprueban ahora, –dice el doctor, -la camisa de control evita que este paciente se haga daño. Las correas también evitan cualquier tipo de agresión hasta que logremos erradicar sus fantasías. El doctor siguió de largo en su visita nocturna con un grupo de estudiantes revoloteando a su alrededor, restando importancia a lo que grita el paciente fuertemente atado.

Antes de dormir, el doctor Neri anotó en su itinerario: “Analizar las ondas sonoras que se escuchan al fondo con un analizador digital de amplio espectro, corroborar que en el hospital no haya ratas”.




6:20 AM



El paciente del cuarto 104 falleció súbitamente.

El doctor nunca pudo explicarse las heridas profundas en el cuello y las piernas, y mucho menos el estallamiento de costillas aún con la camisa de control bien ajustada.

-La mente hace cosas sorprendentes... -dijeron al correr el cierre de la bolsa de hule negro.

Epílogo
12 de Octubre 1984

8:00 AM

El nuevo ayudante de limpieza estaba aseando la habitación 104 cuando se resbaló y se golpeó la frente, puso los ojos en blanco y al incorporase comenzó a murmurar. El hospital escuchó nuevamente una letanía que creyeron olvidada...

Erat burulú nu mefer aruga
Balam burulú anger feter ...




MusicPlaylist
Music Playlist at MixPod.com

La noche de la capillita

Esta había sido una tarde lluviosa.

Estoy sentado junto a mi ventana viendo caer el agua que se desliza por los cristales. Mi reflejo me acompaña mientras los últimos rayos de luz se van perdiendo dejando mi habitación a obscuras. Afuera la vida de mi pueblo transcurre sin cambios, el callejón donde vivo se va quedando solitario y pareciera que siempre ha estado mojado, sumido en la lluvia.

En el piso inferior de mi casa está toda la familia reunida. Yo preferí encerrarme en mi habitación... ¡qué tristes son los velorios! nunca he sabido comportarme en ellos. Duele mucho, aunque se tiene la oportunidad de saludar a parientes que uno no ha visto en mucho tiempo.

Apenas ayer a media noche regresaba a mi pueblo de la ciudad de México después de impartir clases y no había dolor ni tristeza en nuestras vidas; y sólo unas horas después estoy en un velorio: enfadado, dolido, triste, ¿quién lo diría? Es por eso que preferí estar a solas. Aunque pensándolo mejor, quizás sea preferible salir de la casa, respirar aire fresco y simplemente vagar por el pueblo para apartarme un poco y gozar de la soledad como quien bebe de un buen vino y alejarme un poco de los abrazos con los que los familiares nos hacen sentir tu pesar.

Así fue como quizás a las ocho de la noche me vi fuera, caminando por el pueblo en donde vivo. No me percaté de cómo salí de la casa, el aire frío es reconfortante. Ya no llueve y las calles empedradas están anegadas, debo de vadear los charcos mientras me interno en el corazón del pueblo, que se nota solo, deshabitado. Al dar vuelta en la esquina vi frente a mí la antigua iglesia a la todos le llaman “La capillita” y sin pensarlo dos veces me encamino hacia ella. Es quizás una de las iglesias más antiguas de mi pueblo.

Un camino de pétalos amarillos marca la entrada y conduce a su interior. Es la víspera de las celebraciones de todos los santos y en el interior se celebraba una misa de difuntos. Los pétalos en el piso y el copal, me conducen hipnóticamente al interior de la iglesia.

La iglesia está a medio iluminar y el piso se encuentra cubierto por una capa mullida de hojas de oyamel que desprenden un intenso y agradable olor. No hay bancas donde sentarse, es una iglesia muy humilde. En la esquina derecha hay una familia reunida: el padre, la madre y dos pequeños hincados y, frente a ellos, directamente en el piso, hay unas diez velas delgadas, de colores: ardiendo, chisporroteando. Y su luz apenas ilumina el rostro de todos ellos. La niña menor está dormida en los brazos de la madre, que se balancea rítmicamente mientras su esposo reza en un dialecto extraño que se mezcla con un discurso ininteligible que el sacerdote dice en lo que quizás es latín. Es una misa a la usanza antigua, con el sacerdote de espaldas a la feligresía, y nadie parece entender lo que él recita; por lo que todos rezan lo que quieren, a su ritmo, en grupos familiares ajenos a lo que pudiera estar diciendo aquel hombre.

Me quedé junto a la puerta para no hablar con nadie, en busca de paz y tranquilidad. Al fondo de la iglesia, junto al altar principal alcanzo a ver la imagen de San Francisco de Asís bien iluminado. Tiene a sus pies una veintena de veladoras de distintos tamaños y colores y un bracero con copal, del que emana más olor y un denso humo blanco. Ahí, a los pies de San Francisco, una señora está hincada rezándole a la imagen que, curiosamente, parece devolverle la mirada, devolverle calor y esperanza a sus rezos.

Junto a la imagen de San Francisco, a la derecha, se encuentra el altar de la Virgen de Guadalupe, también fuertemente iluminada por veladoras y velas de todos colores, envuelta constantemente por el humo denso de otros incensarios. Frente a la Virgen hay mucha gente rezando y me roba la atención aquella mujer de cabellera blanca, rizada. Me recuerda a mi tía Angélica, que no veo desde que era un niño de cinco años. Mientras yo la observo, ella se voltea, y por un momento nuestros ojos se encuentran pero casi al instante ella continúa con sus plegarias.

El monaguillo hace sonar una campana cuando el sacerdote se dispone a consagrar el pan y el vino. Mi mirada se posa ahora en la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y me llama la atención justamente el corazón en su pecho y sobre éste una vela encendida y se me ocurre que aparentemente el tema de la noche es la luz de las velas. Pero no, más bien el tema es la muerte. Siento una punzada de dolor y un gemido se escapa de mis labios mientras me dobla el llanto.

Unos momentos después el sacerdote está levantando el cáliz con el vino y su murmullo ininteligible flota por la atmósfera enrarecida; el monaguillo hace sonar una vez más las campañas en forma autómata.

Estoy hincado, rezando, y la gente se forma frente al altar para comulgar. No les hago caso y continúo meditando en no sé cuantas cosas, ensimismado y absorto en mis pensamientos. En eso, la misa llega a su fin y mi mirada se vuelve a cruzar con la de aquella mujer que me recuerda a mi tía Angélica y ahora parece sonreírme. No puede ser ella.

La gente de La capillita se aglomeraba un poco para salir. Yo me hago a un lado dejándoles el camino libre y posteriormente me uno también a la fila. En ese momento siento una mano sobre mi hombro. Al voltear veo a la mujer que me llamaba por mi nombre y me doy cuenta que efectivamente es mi tía Angélica, a la que siempre le tuve miedo. Un sobresalto me saca de mi ensimismamiento y me encuentro sentado en mi habitación, en casa, junto a mi ventana del segundo piso y me doy cuenta que sólo fue un mal sueño, una pesadilla.

En el piso inferior escucho a un grupo de mujeres repitiendo un sonsonete a media voz; son los rezos del rosario. Sacando fuerzas de la nada salgo de mi habitación y bajo las escaleras para encontrarme a un sinnúmero de familiares casi olvidados, en una atmósfera viciada. Haciendo acopio de fortaleza, camino hacia las sillas cercanas al féretro, tomo asiento para rezar y esperar a que el velorio termine. Afortunadamente, nadie impide mi avance y nadie me abraza ni me dirigen la palabra; me dejan caminar y así me permiten interiorizar mis pensamientos y racionalizar la pérdida.

Estoy ahí meditando cuando una tos nerviosa me saca de concentración, es mi tío Felipe que antes de hablar, cuando esta nervioso, tose. “Oye Miguel – le dice a mi hermano – Tus tías y la familia quieren despedirse como es debido. Permítenos abrir la tapa del ataúd y que podamos rezarle ahora que estamos aquí con él ¿no crees?” Mi hermano Miguel, nerviosamente, con una mano en el bolsillo, le contesta algo que no alcanzo a escuchar pero se marcha a buscar a otro de mis hermanos, quien aparentemente tiene la llave. Ante la perspectiva de que abran el féretro, me siento muy incómodo, molesto.

Cierro los ojos y repito junto a las mujeres el sonsonete del rosario, más que nada queriendo mantener mi mente ocupada para no pensar, para no sentir.

De pronto, sobre el murmullo escucho la tos de mi tío Felipe – “Gracias Miguel, mira que toda la familia te lo va a agradecer” y de nuevo otra tos. Miguel no parece incomodarse y simplemente, con la llave corre el cerrojo de la cerradura y se marcha para dejarle a mi tío la tarea desagradable de levantar la tapa.

Yo me levanto para dirigirme hacia el fondo del salón, mientras escucho a una de mis tías con voz en cuello, casi gritando con ésa voz típica de las viejecitas sordas, decirle a mi Hermana Alicia ¡ se nos adelantó tu hermano, siempre fue tan buen muchacho. Dios lo guarde en su gloria,...!, mientras le da unas palmadas en la rodilla como un gesto de apoyo y cariño. Cuando escucho esto, vuelvo la mirada para ver al difunto y siento un enorme sobresalto al constatar que ¡el difunto soy yo!

¬– Si tía, –le contesta Alicia, –dicen que ayer, al venir en la carretera, se quedó dormido.

Sentí que debía despertar, que debía llamarlos… pero ésas son de las cosas que nunca podré hacer nuevamente.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Ibis

Es tan corto el amor y tan largo el olvido
Pablo neruda





Entraba la noche cuando Ana comenzó a relatar una vieja historia, cerró los ojos y se concentró en lo profundo de su ser. Yo solo pude escucharla, cuidando de no interrumpirla ni con el sonido de mi respiración...

Aquel día amaneció hermoso. Era una mañana fresca el mar se mecía arrullando al viento. La isla mostraba esplendor en sus colores, en su vida misma.

Mi hija y yo salimos a recoger la red. Debíamos caminar por toda la bahía para llegar al atolón donde solíamos atarla.

Ulme, mi marido, había salido de pesca al mar y no llegaría sino hasta la siguiente luna menguante, así que salimos solas a levantar la red. El sol tostaba nuestra piel oliva. La arena se hundía bajo nuestro peso y se apretaba entre los dedos de los pies. En el cielo, las gaviotas surcaban el aire cálido de la mañana. ¡Son recuerdos que nunca se olvidan!

Sólo sacamos una canasta pequeña de sardinas, dos o tres arenques y era suficiente para el día. La isla estaba particularmente desolada puesto que la gente vivía muy dispersa. Recuerdo no haber hablado con nadie aquélla mañana

Ibis era mi única compañía. Mojamos en el agua del pozo dos cordones gruesos de algodón, que luego ceñimos a nuestras cabezas, refrescando la frente. También bebimos un poco de agua y emprendimos el regreso. Era media mañana cuando caminamos rumbo a la casa. Fue lo mismo que otros días: cantamos a las fuerzas del mar. Las sirenas que lo habitan debían oírnos para que así se familiarizaran y no hundieran alguna de nuestras lanchas. Los Dioses mismos, si estaban de buen humor, quizás nos mandaran alguna dádiva o bendijeran la pesca de Ulme. Uno nunca sabe cuando está siendo escuchado por ellos.




Ibis arrojaba conchitas al mar. Su pelo era muy brillante y pesado. Así y todo lo movía el viento: el aliento del Creador. A ella no le gustaba caminar tomada de la mano, prefería correr por delante para después regresar trotando. Era más bien baja de estatura, porque al tener los cuatro años apenas me llegaba a la cintura. Era fuerte y nadaba muy velozmente. En una ocasión, ella corrió por delante y me gritó algo que no entendí –juegos que inventa– pensé, y dio la vuelta tras unas grandes rocas; era normal que lo hiciera. Vi en el horizonte un barco como el que usan los hombres de Ulme. Pensé que serian ellos que regresaban antes de lo previsto así que solté la canasta de sardinas y fijé la mirada buscando reconocerlos. Esperé un rato pero el barco no se dirigía hacia nuestra isla y paso de largo por el horizonte. Fue entonces cuando oí la voz de Ibis gritando mi nombre desesperada. Corrí tras las piedras y la vi pelear con un hombre que la subía a una lancha. Corrí gritando pero era mucha la distancia... y la lancha ya flotaba. Grité aún más fuerte y el llanto me enceguecía. Nunca los alcancé. Me quede allí hincada, llorando entre mis piernas. Moje la túnica blanca con lágrimas y el mar se mezcló con ellas perdiéndose en la estela de la lancha que segó mi vida.

A la mañana siguiente clamé a los Dioses que me fuera devuelta mi pequeña. Quizás ellos me la habían quitado porque Ulme los había ofendido y yo, en cambio, ofrecí mi vida por el perdón de ambos, ofrecí los mejores inciensos, toda la comida de una luna a la otra, ofrecí lo que jamás había tenido y que hubiera conseguido para que ellos me escucharan.

Vertí mi sangre al mar… quizá algún delfín intercediera por mí.

Nada pasó. El tiempo rodó dejando basura y polvo en lo que fue una casa soleada y ordenada. Ulme regresó con buena pesca y la devolvió al mar cuando se entero de lo sucedido. Quemó su barco y entregó sus redes al océano. Llorábamos por las noches y despertábamos con una esperanza cada vez más debilitada de recuperar a nuestra hija.

Con el tiempo, Ulme comenzó a resignarse y pedía al mar la bendición de concedernos otro hijo. Yo, por mi parte, no podía siquiera sonreír mientras tuviera el recuerdo de Ibis. No, mientras yo cantara la canción a la niña sirena y ella me contestara la estrofa con su vocecita bien entonada, con la seriedad de quien le habla a lo desconocido, con el respeto de quien quizá está siendo escuchado por los Dioses. La vida era ya muy pesada para mi. Era una difícil brecha para estar descalza, era como nadar entre medusas y erizos... su peso era cada vez más sofocante.

Una mañana, después de cuatro lunas de haber perdido a Ibis, el cielo amaneció rojo, el mar parecía una olla en ebullición. ¡Era muy extraño todo! Recuerdo a los delfines nadando a toda velocidad hacia el sur, no lo hacían sino para parir a sus crías y aún faltaba otras dos lunas para ello.

De pronto, la isla se estremeció, pareció moverse dentro del mar a toda velocidad como cuando a una lancha la empuja un tritón. El cielo se ennegreció en un instante y un sonido como un rayo eterno lo llenó todo. Comenzó a caer fuego del cielo, era el volcán que estaba enfrente de la isla, que se desmoronaba en el aire. Temí que la isla se partiera en dos y toda la tierra de más allá; sabía que era el fin.

Ulme volteo a verme para despedirse con una breve mirada porque comprendió que ya no había tiempo para más. Yo simplemente me entregue a mi destino, me entregue sabiendo que era mejor la muerte que la vida que no habíamos podido enderezar.

Así murió Ulme y así morí yo, sin saber nunca más de Ibis.


El silencio era palpable, la magia del momento pendía del tiempo envolviéndonos, invitándonos a continuar en otro momento, por lo que me despedí de mi amiga Ana y salí al fresco de la noche en donde se diluyen y mezclan los sentimientos de tanta gente. Me prometí conocer más de aquella vida que el tiempo no borró.



MusicPlaylist
MySpace Music Playlist at MixPod.com